miércoles, 5 de julio de 2023

viernes, 10 de marzo de 2023

sábado, 9 de octubre de 2021

Ficha de ruta




















FICHA DESCRIPTIVA


RUTA
: Por la Serranía de Cuenca 

DURACIÓN: La ruta se hizo en 3 días.

RECORRIDO:
El recorrido en bicicleta partió de la población de Peralejos de las truchas iniciando una subida constante por la sierra del Tremedal dirección Masegosa, tomando la desviación a Tragacete, donde hicimos noche, previamente visitamos el nacimiento del río Cuervo y la localidad de Vega de Codorno. La distancia más o menos ese día fue de 42 Km.
El segundo día partimos de Tragacete, camino de la localidad de Poyatos, introduciéndonos en el maravilloso entorno conformado por el río Escabas y cercano al parque nacional de el Hosquillo, por una carretera serpenteante y que atraviesa bosques de coniferas y rocas calizas hasta llegar al lugar conocido como Tejadillos, desde donde parte la carretera camino a la localidad de Las Majadas, que dejamos a la izquierda; pasado Poyatos la ruta seguía camino de Fuertescusa, Cañizares e introduciéndonos en el desfiladero de Beteta, donde en dicha localidad hicimos noche.
El tercer día partimos de Beteta camino de Cueva de Hierro y Poveda de la Sierra desde donde cogimos una pista que nos introduciría en el Alto Tajo siguiendo su curso, encontrándonos con la laguna de Taravilla, que dejamos en el margen izquierdo y rodeados del impresionante paisaje de pinos, arces y tilos, y demás especies arbóreas; en el cielo la siempre presencia de los majestuosos buitres.

CARTOGRAFÍA: Mapa regional de Cuenca, escala 1:200.000.

CÓMO LLEGAR: Usamos vehículos privados.

CÓMO VOLVER: Volvimos, lógicamente, en el mismo medio.

BICICLETA RECOMENDADA: Es recomendable bicicleta de montaña y para algunas personas bicicleta de montaña eléctrica.

DÓNDE PERNOCTAR: Hicimos noche en hoteles y apartamentos 

ÉPOCA: La ruta se hizo en Octubre del 2021

DIFICULTADES Y ATRACTIVOS DE LA RUTA: Esta ruta, tiene su dureza no lo voy a negar, pero se compensa rápidamente con la belleza que supone pedalear por estas sierras siguiendo los cursos de los ríos Escabas, Cabrillas y Tajo. La carretera que recorre el río Escabas es sencillamente impresionante desde que nos desviamos de la carretera que iba de Tragacete a Vega de Codorno, atravesando bosques de pinos y desfiladeros conformados por el río. Y, para redondear tan impresionante entorno, atravesar la pista del Alto Tajo hasta Peralejos de las Truchas es de difícil olvido.Recomendable cien por cien.



viernes, 8 de octubre de 2021

Sentirse viva

Habíamos llegado a coronar la subida de la pequeña colina y, desde allí, se podía ver ya la población de San Esteban de Gormaz, donde íbamos a hacer noche, según el organizador de la ruta. Estaba anocheciendo y, los colores del atardecer lo impregnaban todo de esa suave calidez, que junto a la buena temperatura primaveral, hacía, del ocaso, un momento bello y efímero,…ah, la belleza de lo efímero. 

Me encontraba detrás del grupo, un poco alejado de las últimas personas que lo conformaban que eran Eva y Rosa, cuando en un momento dado veo que Rosa se para, diciendo que hasta aquí, que no podía más,… se encontraba cansada y exhausta; al poco tiempo llegué hasta donde se encontraban las dos, en ese momento Eva trataba de calmar a Rosa, que se encontraba en un estado nervioso, alterado, y algo preocupada por el grupo y por la noche que se acercaba; Eva, con su infinita paciencia intentaba consolarla como buenamente podía y entre los dos intentábamos animarla y motivarla para que retomará la marcha, de repente, en un instante, Rosa se puso a llorar desconsolada, las lagrimas le corrían por el rostro y empezó a decirnos cuanto echaba de menos a su madre y a preguntarse si estaría bien,- allí, no había cobertura para llamarla- si estaría preocupada por ella, así, como otras cuestiones que nos pareció cuanto menos peculiares viniendo de una persona como ella,- decir que Rosa era una mujer de unos cincuenta y tantos muy introvertida, con una mirada triste y, muy, muy, apegada a su madre, y de hecho nos sorprendió su actitud. Sentados al borde de la carretera, con las bicicletas al lado del arcén, tratábamos de estimular y de motivar a Rosa. Poco a poco, se fue relajando y tranquilizando y gracias a Eva,- yo me mantenía un poquito neutral emocionalmente- Rosa consiguió subirse de nuevo a la bicicleta, la animamos con que las luces del destino se veían cerca y que tan solo quedaban unas cuantas curvas y como mucho un kilometro escaso para llegar a algún lugar donde pasar la noche, ducharnos y cenar al calor de unas buenas viandas. 

Despacio, muy despacio, Eva la iba hablando y motivando hasta que por fin conseguimos llegar a la población.


……………………


Nos encontrábamos en el mesón sentados en una mesa casi medieval, alargada, y rodeada de lamparas colgantes, todo de madera.  

Habíamos pedido ya los menús y estábamos dando cuenta de los apetitosos aperitivos que nos habían dispuesto a lo largo y ancho de la mesa; entre los múltiples diálogos y charlas unos con otros, yo, me encontraba distraído y reflexionando en todos esos momentos que habíamos vivido ese día, abstraído de todo lo que en ese momento estaba sucediendo en la mesa.

Cuando volví de mis ensoñaciones mi mirada se poso en los ojos de Eva, que me decían que observará a Rosa, y, allí estaba Rosa, riéndose a mandíbula batiente, desinhibida e integrada perfectamente en el grupo, exultante, llena de vida.

Al finalizar la cena, Rosa se puso de pie y sorprendiéndonos a todos los que estábamos allí, se sinceró sin ningún pudor, ni vergüenza, comunicándonos las sensaciones vividas en ese primer día de viaje, en ese, su primer viaje en bicicleta, su primera salida sintiendo la luz en el rostro, el viento en la piel, percibiendo el paso del tiempo de otra manera, dejándose deslizar sobre una sencilla bicicleta por paisajes abiertos e infinitos;…en ese momento, Rosa se puso a llorar, pero, esta vez, no como unas pocas horas antes, no, esta vez lloraba de alegría, de saberse capaz de hacer algo que nunca antes había hecho, de sentirse viva y feliz, sabedora de sus limitaciones, Rosa lloraba por haber sido capaz de romper unas barreras que ella misma desconocía, pero que estaban ahí, lloraba por un tiempo de oscuridad, y lloraba por la luz que veía en el horizonte, había conseguido romper aquella telaraña que le impedía crecer y saberse ella, saber que dentro de ella habitaba otra Rosa, de la cual apenas conocía nada, pero que empezaba a intuir.


………………


Unos meses más tarde, en una salida organizada por un tal Julio volvimos a encontrarnos con Rosa, se había comprado una bicicleta y un juego de alforjas y estaba empezando a moverse por la ciudad en ella, parecía más joven, llena de energía y de vida.   


jueves, 23 de septiembre de 2021

Días robados

Las dos palabras juntas me hicieron remover algo en el interior de mi cabeza; cuando Hannah me las dijo, al principio, no les di demasiada importancia, luego, no paraban de resonar como una música repetitiva dentro de mi ser.


Todos allí ejercían su función con extremada pulcritud, eficiencia, productividad, eficacia,…tenían que alcanzar crecimiento, logros, objetivos,… todos ellos conceptos de un sistema en el que nada se dejaba al azar, ni al caos, todo tenía que estar controlado, medido, para la consecución del dominio, del poder de la empresa sobre todos aquellos seres a los que se les había hecho creer que necesitaban esos productos, productos que les iban a dar una supuesta sensación de felicidad.

Tenerlos era vivir una vida plena, una vida satisfactoria.


Los horarios en la empresa se sustentaban en retículas espacio/temporales y cuando algo o alguien se salía de esas retículas imaginarias chocaba con la extrañeza de las diferentes jefaturas, así, un buen día, sentada en su silla de trabajo enfrente de la pantalla de su ordenador Hannah imagino que se dejaba llevar por el viento entre los árboles y, que sentía los tibios rayos del sol sobre su piel, cuando pedaleara lentamente por una carretera perdida en un desfiladero al norte del país.


El viaje les llevaría con sus bicicletas a recorrer parte de lo que se conocía como “las tierras del norte”; formarían un grupo de seis personas heterogéneas, cada una con rasgos y maneras de comportarse diferentes, pero les uniría a todas la búsqueda de la serenidad, de la belleza, de la calma, envueltas en la naturaleza y, por ello recorrerían atravesando aquellos paisajes sobre esos sencillos, simples, vehículos denominados bicicletas. 

Lo tenían planeado desde unos cuantos meses atrás y, unos de una manera, otros de otra, tenían que coger unos días de permiso para realizar el viaje. 

……….


Realizaron el viaje y cargados de energía regresaron a sus rutinas, quehaceres y desempeños que les pagaban sus alimentos, sus ropas y sus vidas, cuando un día contacte con Hannah y preguntando cómo pudieron coger esos días después de sus periodos de vacaciones, me contesto: sí, fueron “días robados”. 


Aquellas dos palabras me hicieron reflexionar y preguntarme si en verdad eran días robados aquellos días en los que recorrieron en sus bicicletas las tierras del norte, en los que el tiempo no existía, en los que la luz del amanecer iluminaba los picos de las montañas y las primeras manchas del bosque y los embriagadores olores de los campos perfumaban el tiempo; aquellos días en los que lentamente, a un ritmo pausado se dejaban deslizar por caminos estrechos y perdidos dentro de paisajes frondosos y llenos de lujuriante naturaleza.

De verdad podían ser días robados aquellos momentos en los que aquellas personas se reunían en largas mesas y daban buena cuenta de viandas y caldos seguidos de largas sobremesas llenas de diálogos frescos, ricos, jugosos en los que se arreglaba el mundo y quizá también la vida, de verdad podían ser días robados.

¿No serian de verdad, días ganados? y lo otro, los días de trabajo, de rutina, de rigidez social, de rigidez espacio/temporal ¿no serian aquellos, los días verdaderamente robados, a la vida?.

O, quizá Hannah el sentido que le daba a esa dos palabras era ese: días robados a la rigidez, a la rutina, al estrés, a la pobreza vital, a la luz.

¿cuales pensáis vosotras/os que son los días robados?

martes, 7 de septiembre de 2021

La belleza del azar




















Las nubes estaban situadas en su sitio, ni un poco más arriba, 

ni un poco más abajo, sus texturas eran perfectas en ese momento, 

la luz del ocaso incidía en el ángulo preciso para acariciar las nubes 

y dejar esos matices rojo-anaranjados espectaculares, era en ese 

preciso momento cuando me encontraba ahí, cogiendo la cámara fotográfica y eligiendo la velocidad de obturación precisa, la 

abertura de diafragma correcta, y el objetivo enfocando al infinito; dispare.

Para que esta fotografía fuera posible tomarla se tuvieron que dar

 una concatenación de hechos verdaderamente sorprendentes e inimaginables para cualquier mente normal, pero que si uno se pone 

a reflexionar sobre ellos verdaderamente son fruto del maravilloso 

tejido que conforma la vida, sus tramas y su urdimbre.

Había decidido recorrer en bicicleta una pequeña zona de los Pirineos, 

un mes de julio de no me acuerdo que año; me dejaba deslizar con la luz, por parajes llenos de bosques, con el murmullo del río siempre a mi lado y alguna que otra subida de algún que otro puerto de montaña cuyos picos presidían majestuosos las laderas y los valles. 

Intentaba dejar atrás, física y psicológicamente la ciudad y, sus 

sinsabores de convivencias y traiciones. Me dije, porqué no volver 

a coger de nuevo aquella vieja bicicleta de carretera y aquellas

 viejas alforjas rojas y salir. 

Salir, sumergirme y rodearme de naturaleza, tener el cielo como techo, bosques en vez de paredes y montañas por ventanas, respirar pureza y 
no contaminación y mierda.

Sentir la libertad de la ausencia del tiempo, parar cuando quisiera y 

volver a avanzar cuando quisiera, sin nadie que controlara mis actos y mis no-actos.

Llenarme de luz y de brisa, deslizarme con ellas y sentirme vivo, plenamente vivo. 

Esa tarde había llegado a la población más grande del valle, gracias 

entre otras cosas a que una amiga me había dicho antes de salir de la ciudad que si pasase por allí la fuera a visitar, que seguro que estaría, pues ella pasaba sus veranos en esa zona y así lo hice, pero antes de encontrarme con ella me encontraba en el parque central de la 

población ajustando los frenos y observando todos los mecanismos de la bicicleta por si alguno fuera a dar problemas en un futuro próximo. 

Cuando de repente me di cuenta, la luz del atardecer dejaba en la bella piedra de la fachada de la catedral un tono entre siena y naranja que le daba un aspecto majestuoso, más del que ya tenía. 

Volví la cabeza para apreciar esa luz y dejarme embriagar por los 

colores y sus bellas gradaciones, fue entonces cuando cogí la cámara y dispare.


Para que esta fotografía fuera posible, yo tenía que estar ahí, con mi cámara fotográfica, ese día y no otro; en el cielo tenían que estar esas nubes y no otras, el viento a cierta altitud tenía que crear ese efecto en

 las nubes, de desplazamiento; los rayos de sol debían incidir en ese ángulo y no otro; seguramente, también era preciso estar en ese mes del año para que ese ángulo solar fuera el preciso para tomar esta fotografía, a lo mejor también era necesario que una amiga me invitase a ir allí, a 

esa localidad y quizá muchas más cosas que jamás imaginaría y que no conseguiré nunca conocer, pero que están detrás de esta fotografía.

La belleza del azar.   


viernes, 30 de octubre de 2020

Relato

 Aquellos lejanos días



Apenas había recorrido unas cuantas calles desde que salió de casa, para despejarse un poco y airear las piernas, aunque ahora, en estos días, tuviera que llevar la mascarilla, cuando al doblar la esquina de la calle se topó, por casualidad, con una estampa que le trajo gratos recuerdos de lejanos días. En la acera, al lado de las barandillas que delimitaban la calzada con la acera, se encontraba una chica intentando candar la bicicleta al enrejado de la barandilla, había dejado una carpeta grande apoyada en la barandilla y una pequeña bolsa, que bien podía ser las que se usan para llevar delante de la bici, en el manillar, ∫como así era cuando lo comprobó más de cerca. 

Al terminar de candar la bicicleta recogió la carpeta, la bolsa y se dirigió, supuso, por la dirección que tomaba, a la Escuela de Artes y Oficios que se encontraba en la calle cercana, pues, en esa misma Escuela estuvo asistiendo a clase, él también, hacía casi ya treinta años.

Se sentó en un banco cercano a la bicicleta y, lentamente, sus recuerdos se fueron a aquellos días, cuando por las mañanas, muy temprano salía en bicicleta, desde la zona conocida como Dehesa de la Villa, bajaba sorteando el trafico y, a los apestosos autobuses, por una de las arterias principales de la ciudad para llegar a clase, casi en el centro de la ciudad. Llegaba enfrente de la calle donde se encontraba la Escuela y, como por un acto reflejo abría la herradura de los frenos, aflojaba el cierre rápido del buje y sacaba la rueda delantera de la horquilla, la colocaba paralela a la rueda trasera, dejaba caer la horquilla al suelo y candaba todo el conjunto: cuadro, ruedas y barandilla, todo formando un pack seguro y uniforme.

Para su sorpresa, ahora que lo piensa, nunca, se encontró ninguna sorpresa desagradable, es más, siempre dejaba la bomba de inflar, - que era de aquellas metálicas que van ancladas al tubo de la bicicleta-, y siempre estaba ahí, nadie se la llevo. 

Aquellos años, la ciudad bullía de creatividad, libertad e imaginación y, sus gentes, un gran porcentaje jóvenes, hacían de ella su escenario de andanzas, juegos y despertares. Él, por aquellos años trabaja ya, por las tardes, en la empresa de autobuses urbanos de la ciudad y dadas sus múltiples inquietudes y motivaciones se había propuesto seguir estudiando, esta vez algo con que contrarrestar ese mundo técnico y tecnológico y rutinario con el que estaba más habituado y que era parte de su día a día.

La Escuela era un espejo de ese momento, de esa ciudad llena de vitalidad y energía.

Jóvenes con sueños, ilusiones, inquietudes creativas llenaban las aulas, los pasillos y las escaleras, siempre había corrillos en los que se debatía tal y cual idea, cómo llevarla a cabo, cómo enfrentarse a un problema técnico en la clase de modelado; la calma y el silencio que imperaba en la clase de dibujo artístico, con la modelo o, el modelo imperturbable posando para los estudiantes; las múltiples respuestas a un problema planteado por la profesora de historia del arte, a cual más luminosa, cual tormenta de ideas en una agencia de publicidad.

Y, mientras todo eso sucedía, en la calle, la bicicleta gris contemplaba impertérrita, el trasiego de personas, de tráfico que era lo habitual en esa importante vía de la ciudad, donde la vida se dejaba ver en sus más insignificantes detalles, aquel vecino que bajaba a dar un paseo con el perro, aquellos comerciales de aquí para allí, con las carretillas llenas de mercancías, aquellos jubilados mirando expectantes como los operarios del ayuntamiento colocaban una nueva parada de autobús, como si les fuera la vida en ello, que a poco más, son ellos, los jubilados, los que les dan indicaciones de cómo y dónde tienen que taladrar la acera, el frutero colocando la fruta cual cuadro impresionista con sus vistosos colores, así iba pasando la mañana y las mañanas sucesivas.

Aquella vida del día a día que vista ahora, en estos oscuros días de pandemia, cuando todo a cambiado tanto y el horizonte se presagia frio y oscuro, aquellos años, aquellos días, se tornan como algo onírico, envueltos en un halo de nostalgia, de un pasado que, ya jamas volverá.

El paseante miró su reloj y se dio cuenta que había estado casi una hora sentado, delante de aquella bici azul, aunque a lo mejor y él no lo sabía en ese momento, había estado un tiempo atemporal donde se había introducido en una imaginaria maquina del tiempo y había estado años delante de aquella bici, casi tantos como habían pasado desde aquellos lejanos días.

Se levanto despacio y lentamente se alejo de la bicicleta, del banco y quizá de aquellos días recordados.


jueves, 15 de octubre de 2020

 



En un instante


En la tetera reposaba el té verde “Sencha Makoto”, la taza, ya preparada con una pequeña cucharada de miel de brezo, y la bandeja con las pasas, las nueces y el pequeño plato con aceite de oliva y algunas rebanadas de pan ya estaba en la mesa.

La luz iluminaba la estancia, el pequeño “sunroom” orientado al este, a primera hora de la mañana ya presentaba una atmósfera cálida y agradable, ideal para empezar el día en armonía.

Después de desayunar, Mark, abrió, como hacía siempre, el correo para ponerse al día con el trabajo y con las noticias que le llegaban de amistades y familia.

En la bandeja de entrada aparecían varios correos de la empresa, algunos de la familia lejana, y, uno, en concreto de Sonia, compañera de aventuras ciclistas, con la que había compartido viajes, rutas y paisajes. En el correo le decía que habían, por fin, llegado después de unos cuantos días, ella y cuatro compañeros más a la costa norte del país y que estaban disfrutando de un muy buen clima.

Semanas atrás, habían salido del ambiente claustrófobico en el que se encontraba la ciudad, pues el virus que se había cernido sobre el mundo entero hacía estragos en las grandes ciudades donde Sonia y los demás compañeros de viaje vivían. 

Con ansia de salir de ese ambiente opresivo y alienante, habían planificado un viaje en bicicleta en el que recorrerían de sur a norte parte del país, disfrutando de horizontes abiertos, aire puro y esa grata sensación que todo viajero en bicicleta siente de ser ínfimos y a la vez formar parte de la naturaleza fusionandote con el entorno por donde pasas. Sonia en su correo dejaba claro que estaban exultantes, llenos de vida y energía, después de recorrer casi seiscientos kilómetros rodeados del viento, la lluvia, el sol y de silencio, de haber recorrido sólo con sus fuerzas paisajes boscosos, baldíos, áridos, pueblos fantasmas,- donde apenas vivían tres personas y ya mayores-, subiendo colinas, montañas y atravesando valles llenos de vida, en el correo dejaba claro que se habían cargado de energía positiva y que por desgracia tocaba a su fin; le adjuntaba unas cuantas fotografías de la ruta y de esos momentos en el que aparecían juntos y sonrientes todos los compañeros de viaje delante de un paisaje en el que las nubes, como volutas de humo acariciaban las laderas de las montañas que se encontraban detrás, en otra foto, se veía a uno de los viajeros casi como un punto deslizándose por una carretera que serpenteaba por un pequeño valle. Todas transmitían belleza y goze, goze de vivir el momento, el presente absoluto rodeados de naturaleza, en armonía. 


Suena el teléfono, es Teresa una compañera de trabajo, su madre a muerto, del maldito virus, de repente, en un instante, toda esa energía que le habían transmitido las imágenes tomadas por Sonia y esas placenteras sensaciones que había hecho suyas porque las había vivido mil y una veces, dejaban en Mark una sensación de rotura, de que algo en esa mañana ya no podía volver a ser como unos pocos minutos antes era. En unos instantes, en unos pocos minutos, la vida y la muerte se habían unido como en un juego del destino, como un cruce del espacio tiempo en el que nada ni nadie puede hacer nada para variar la trayectoria  del presente.

Mark apesadumbrado por la noticia le acompaño en el sentimiento, palabras estas que no podían tener mayor sentido en ese instante preciso y concreto.

Al colgar le vino inmediatamente a la cabeza aquella frase de aquel poeta latino:

“Carpe diem quema mínimum crédula portero memento morí” (algo así como: aprovecha el día, no confíes en el mañana, recuerda que morirás)”.




viernes, 4 de septiembre de 2020

Relato

 

Detrás de una paella




En la paella solo quedaban los restos del homenaje que se habían dado: cabezas de langostinos, conchas de mejillones, algunas conchas de almejas, limones exprimidos, trozos de pan, y los cubiertos y vasos de plástico que les habían puesto en la tienda, junto con las botellas de vino, ya vacías.

El tren Regional Express, se encontraba ya camino de Burgos, habían pasado la localidad de Pancorbo y Briviesca, los viajeros en bicicleta se subieron en Miranda de Ebro, localidad donde el organizador creyó conveniente terminar una ruta que había pensado desde el invierno anterior.

Sabiendo que en Miranda de Ebro existía una tienda de comida para llevar, se le había ocurrido que, que mejor desenlace de la ruta, que encargar un arroz, unas cuantas barras de pan, vino y comerlo en el tren, una vez que todo, bicis y personas ya estuvieran instalados, y así fue.

Una vez colocadas las bicicletas y después de que pasará el interventor del tren pidiendo los billetes y el permiso de las bicicletas se instalaron en el suelo del vagón,- hay que decir que aquellos trenes regionales de entonces, disponían de un espacio diáfano donde poder colocar holgadamente seis bicicletas, sin molestar a nada, ni a nadie- donde colocaron la paella, todavía caliente, pero, ya reposado el arroz; que decir, cuando levantaron el trozo de papel que tapaba aquel majestuoso monumento a la gastronomía del país,¡bueno!, aquello era Arte, puro arte con mayusculas.

Se miraron todos con satisfacción y alegría, cual visión mística teresiana, aquello fue un orgasmo comunitario elevado a la séptima potencia, aquellos efluvios, aquellos aromas que emanaban del “cuadro” que tenían enfrente superaban con creces la magdalena proutsiana, pues… 

Detrás de aquella paella aparecía una mujer leyendo en un tren “El corazón de las tinieblas”, unos bailes echados en las fiestas de Polientes, un cura que explicaba los detalles en piedra de la Colegiata de San Martín de Elines, al mismo tiempo que miraba de reojo las sinuosas curvas de una mujer, detrás de aquella paella se encontraban los buitres majestuosos volando encima del cañón del río Ebro, los frescos e inteligentes diálogos en un mesón de Valdelateja, la paciencia de un compañero de ruta en arreglar una cadena eslabón por eslabón, un puntual panadero trayendo el pan recién hecho nada más salir de los sacos de dormir, detrás de aquella paella se encontraba un paseo bajo las estrellas por los montes Obarenes y el armonioso canto de un mirlo en la noche.

Detrás de cada bocado de arroz, se encontraba el lento transcurrir del tiempo, deslizándose sobre unas bicicletas, detrás de esos, casi, lujuriosos fluidos que salían de las cabezas de los langostinos empapando las manos, se encontraba aquella fresca sensación de las aguas del río deslizándose por la piel al amanecer, detrás de cada sorbo de vino se encontraban las risas y las buenas luces de aquellos rostros henchidos y llenos de la belleza del desfiladero del Ebro, a su paso por Santa Maria de Elines y Orbaneja del Castillo, detrás de esos pringues de trozos de pan en el fondo de la paella, se encontraban aquellos buenos diálogos casi socráticos donde se arreglaba el mundo y por ende la vida; entre risas, chascarrillos y algunas alabanzas al manjar del que estaban dando buena cuenta, fueron vaciando la paella y las botellas y llenando casi al mismo tiempo sus miradas de brillos, luces y buenas sensaciones.

Detrás de aquella paella se encontraba aquel tiempo vivido en armonía, con un ritmo pausado, tranquilo, sin prisas; un tiempo que fluía por si solo, sin agobios por nada ni por nadie, donde la luz acariciaba las hojas del bosque peinándolas de este a oeste, dejando que las sombras se deslizaran junto a aquellos viajeros en bicicleta como si fueran un único ser.

Detrás de aquella paella se encontraba un tiempo pasado, donde alguien, un día de invierno imaginó, sobre un mapa del norte de Burgos, un recorrido, donde deslizar unas cuantas bicicletas y llegar a imaginar rostros, miradas y sonrisas llenas de belleza.

Detrás de aquella paella se encontraba, sin saberlo o, sabiéndolo, la vida.




A todas aquellas personas que hicieron de la ruta: Merindades III, algo sublime.






viernes, 14 de agosto de 2020

A una mujer con bicicleta


A una mujer con bicicleta





















Ha pasado mucho tiempo desde que esta imagen fuera captada, por un fotógrafo o, una fotógrafa, no lo sabemos. Lo que si podemos decir, porque tenemos datos contrastados, es que se tomó en los primeros años de la década de los 50, del siglo XX, en una España que todavía arrastraba los rigores y las pesadumbres de la guerra civil y lo que le quedaría.

En ella, aparece una mujer joven, con una antigua bicicleta - de aquellas llamadas de señora, por la configuración del cuadro - con frenos de varilla, piñón fijo y sillín de cuero, con muelles; la mujer joven sonríe al fotógrafo o fotógrafa , con una sonrisa luminosa, con esa alegría de quien se encuentra disfrutando del momento que esta viviendo, en un día, supuestamente, de verano - por el vestido que lleva, estando en el sitio que está, más bien fresquito - enfrente de la cueva de Covadonga, donde nace el río Deva, sitio mágico donde los haya ; ignoramos si con esas prendas y con esa bicicleta llego hasta allí por sus propios medios, desde la localidad de Cangas de Onis; en principio, es una excursión que por distancia se puede realizar tranquilamente, y más en aquellos años, en que las carreteras estaban ciertamente vacías de tráfico y de coches, pero también eran estrechas y mal asfaltadas, el caso es que esta con la bici, todo un mensaje de independencia, libertad y autonomía, como así, realmente, era la joven.

Esa mujer joven de la fotografía había nacido en tiempos de la República, allá por el año 1933, y a los escasamente cuatro años salió con sus padres y hermanos de España, atravesando los Pirineos por Cataluña, más en concreto, por la localidad de Camprodón para huir de la guerra.

Acogidos, en aquellos penosos y terribles años por un familiar francés, estuvieron viviendo en el sudeste de Francia hasta que en España termino la guerra, pero empezaba en Europa una de las épocas más sangrientas de cuantas haya vivido el viejo continente y, en España, la devastación y el hambre de la posguerra formaban parte del triste y desolador paisaje que se instauro en un país asolado, en ruinas, diezmado hasta el tuétano por la guerra.

Esa mujer joven, siendo una cría empezó a ir a una escuela en la calle Bailen, cercana a Las Vistillas, escuela que todavía, por cierto, sigue existiendo, y a pocos metros de la casa familiar, en la calle de Segovia, donde subiendo y bajando, bajando y subiendo la Costanilla de los ciegos y teniendo por paisaje el viaducto,- por donde pasaban carromatos y destartalados camiones trayendo a la capital parte de los escasos alimentos que alimentaban a la población- , el río Manzanares, la casa de campo en el horizonte y, el Palacio Real se fue desarrollando su incipiente vida. 

Así, fueron pasando los años, y, aquella España poco a poco y con cierta “ayuda extranjera” fue saliendo del terrible pozo de oscuridad en el que la posguerra en la década de los años 40 la había sumergido.

Y, de nuevo, encontramos a esa mujer joven, ya adolescente, intentando abrirse camino en su vida, y en la vida, empezando a trabajar en un taller de costura regentado por una emprendedora francesa que se había instalado en el Madrid de aquella época y con ello aportando con su humilde salario y con los de sus hermanos, cierta tranquilidad económica en casa de sus padres; allí, todo el mundo aportaba.   

Aquel verano del cincuenta y tantos, ya con aproximadamente veinte y pocos años, esa mujer joven, sus padres y sus hermanos se fueron a pasar el verano con unos familiares a Ribadesella, Asturias, donde hicieron mil y una actividades de las que se podían realizar en aquellos tiempos, desde vivir las fiestas del descenso del Sella hasta visitar la basílica de Covadonga, -donde esta realizada la fotografía-, desde cuidar las vacas, ordeñarlas y recoger la hierba, hasta acabar escanciando sidra en un puesto de la feria, allí en Ribadesella, a todo aquel que pasase por allí.

Esa mujer joven, que no era la media naranja, de nada, ni de nadie, como algunos/as cretinos/as, necios o necias ignorantes tratan de reafirmar, con un concepto de tradición judeocristiana a las relaciones entre personas, desde tiempos de costillas y de adanes, con estrechez de miras mentales; ella era un mundo en si misma,- como todos y todas, por cierto somos-, un mundo, cierto, con sus zonas áridas, fértiles, inexploradas o ignotas, con paisajes hermosos y a veces baldíos, un mundo henchido de vida, como aquel otro mundo que encontró y del que estuvo enamorada hasta el fin de su vida.

Aquí, en esta foto quiero pensar que se encontraba feliz, dichosa, por la vida y por el momento concreto que estaba viviendo, más allá del entorno social, económico, político que la rodeaba y,… con una bicicleta,… que mejor mensaje de independencia, autonomía, igualdad y libertad.




A mi madre y a todas aquellas mujeres libres, independientes de manipulaciones y con criterio propio y, a aquellas generadoras de “mundos”. Gracias.